En nuestra precipitación por mesurar lo histórico, lo significativo, lo revelador, no dejemos de lado lo esencial, lo verdaderamente intolerable, lo verdaderamente inadmisible: el escándalo no es el grisú, es el trabajo en las minas. Los “malestares sociales” no son preocupantes nada más en periodo de huelga, son intolerables veinticuatro horas sobre veinticuatro, los trescientos sesenta y cinco días al año. Los maremotos, las erupciones volcánicas, las torres que se derrumban, los incendios de los bosques, los túneles que se caen, Publicis que se quema y Aranda que habla. ¡Horrible! ¡Terrible! ¡Monstruoso! ¡Escandaloso! ¿Pero en dónde está el escándalo? ¿El verdadero escándalo? El periódico no nos dice otra cosa que: “estén tranquilos, ya saben que la vida existe, con sus altas y bajas, ya saben que siempre pasan cosas”.
Los periódicos hablan de todo menos del periodista. Los diarios me aburren, no me enseñan nada; lo que cuentan no me concierne, no me preguntan ni me responden mejor a las preguntas que me planteo o que quisiera plantearme.
Lo que vivimos es lo que pasa verdaderamente, el resto, todo el resto ¿dónde está? Lo que pasa cada día y regresa cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, la música de fondo, lo habitual ¿cómo dar cuentas de eso?, ¿cómo interrogarlo?, ¿cómo describirlo?
Para qué interrogar a lo habitual. No estamos habituados a eso. Nosotros no lo interrogamos ni nos interroga, parece no dar problemas, lo vivimos sin pensar en ello, como si no llevara consigo ni pregunta ni respuesta, como si no fuera portador de ninguna información. No es siquiera condicionamiento, es anestesia. Dormimos nuestra vida en un sueño sin sueños. ¿Pero dónde está nuestra vida? ¿Dónde está nuestro cuerpo? ¿Dónde está nuestro espacio?
Cómo hablar de esas cosas comunes, cómo acorralarlas antes, cómo apartarlas, cómo arrancarlas a lo estéril a lo cual permanecen ligadas, cómo darles un sentido, una lengua: que hablen al fin de lo que existe, de lo que somos.
Quizá se trata de construir nuestra propia antropología: la que hablará de nosotros, la que irá a buscar en nosotros lo que por tanto tiempo hemos plagiado de los otros. Ya no lo exótico sino lo endótico.
Interrogar lo que parece tan natural que ya olvidamos su origen. Quisiéramos volver a encontrar algo del asombro que sentían Julio Verne y sus lectores ante un aparato capaz de reproducir y transportar los sonidos. Porque este asombro existió, y otros más, y éstos fueron los que nos modelaron.
Debemos interrogar al ladrillo, al cemento, al vidrio, a nuestros modales en la mesa, a nuestros utensilios, a nuestras herramientas, a nuestras ocupaciones, a nuestros ritmos. Interrogar lo que ha dejado de sorprendernos. Es cierto que vivimos, es cierto que respiramos; caminamos, abrimos puertas, bajamos escaleras, nos sentamos a una mesa para comer, nos acostamos en una cama para dormir. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Describa su calle. Describa después otra. Compare.
Haga el inventario de sus bolsillos, de su bolsa. Interróguese de dónde proviene el uso y el devenir de cada uno de los objetos que saque de ellos.
Pregunte a sus cucharillas.
¿Qué hay sobre su papel tapiz?
¿Cuántos gestos hay que hacer para marcar un número telefónico? ¿Por qué?
¿Por qué no venden cigarros en las panaderías? ¿Por qué no?
Me importa poco que esas preguntas sean fragmentarias, apenas indicativas de un método o cuando mucho de un proyecto. Me importa mucho que parezcan triviales o fútiles: es precisamente eso lo que las hace más esenciales que muchas otras a través de las cuales hemos intentado inútilmente decir nuestra verdad.
Georges Perec, Lo infraordinario, 1989
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