miércoles, 18 de enero de 2012

La curiosidad barroca (fragmento)


La gran hazaña del barroco americano, en verdad que aún ni siquiera igualada en nuestros días, es la del quechua Kondori, llamado el indio Kondori. En la voluntariosa masa pétrea de las edificaciones de la Compañía, en el flujo numeroso de las súmulas barrocas, en la gran tradición que venía a rematar el barroco, el indio Kondori logra insertar los símbolos incaicos de sol y luna, de abstractas elaboraciones, de sirenas incaicas, de grandes ángeles cuyos rostros de indios reflejan la desolación de la explotación minera. Sus portales de piedra compiten en la proliferación y en la calidad con los mejores del barroco europeo. Había estudiado con delicadeza y alucinada continuidad las plantas, los animales, los instrumentos metálicos de su raza, y estaba convencido de que podían formar parte del cortejo de los símbolos barrocos en el templo. Sus soportes de columnas ostentan en una poderosa abstracción soles incaicos, cuya opulenta energía se vuelca sobre una sirena con quejumbroso rostro mitayo, al propio tiempo que tañe una guitarra de su raza. El indio Kondori, fue el primero que en los dominios de la forma, se ganó la igualdad con el tratamiento de un estilo por los europeos. Todavía hoy nos gozamos en adivinar la reacción de los padres de la Compañía, que buscaban más la pura expresión de la piedra que los juegos de ornamentos y volutas, ante aquella regalía que igualaba la hoja americana con la trifolia griega, la semiluna incaica con los acantos de los capiteles corintios, el son de los charangos con los instrumentos dóricos y las renacentistas violas de gamba. Ahora, gracias al heroísmo y revivencia de sus símbolos, precisamos que podemos acercamos a las manifestaciones de cualquier estilo sin acomplejamos ni resbalar, siempre que insertemos allí los símbolos de nuestro destino y la escritura con que nuestra alma anegó los objetos.



El arte del indio Kondori representaba en una forma oculta y hierática la síntesis del español y del indio, de la teocracia hispánica de la gran época con el solemne ordenamiento pétreo de lo incaico. Su arte es como un retablo donde a la caída de la tarde, el mitayo sólo desea que le dejen colocar su semiluna incaica en el ordenamiento planetario de lo español, y que entre los instrumentos que entonan la alabanza, el charango, la guitarrita apoyada en el pecho, tenga su penetración sumergida en la masa tonal. Parecía contentarse con exigirle a lo hispánico una reverencia y una compañía, como aquellas momias, en el relato del Inca Garcilaso, de las primeras dinastías incaicas, que al ser exhumadas en la época de la conquista y del derrumbe de las fortalezas cuzqueñas, eran saludadas respetuosamente por la soldadesca hispánica.

(José Lezama Lima,   La expresión americana, 1993)

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