No haré en esta película ninguna concesión al público. Varias y excelentes razones justifican, a mi modo de ver, tal conducta. Voy a darlas.Ante todo, es bien notorio que en parte alguna he hecho concesiones a las ideas dominantes de mi época, ni a ninguno de los poderes existentes.
Por otra parte, sea cual sea la época, nada importante se ha comunicado manejando al público, aunque fuera el de los contemporáneos de Pericles; y, en el gélido espejo de la pantalla, los espectadores nada ven ahora que recuerde a los respetables ciudadanos de una democracia.
He aquí lo esencial: este público tan enteramente privado de libertad y que lo ha soportado todo, merece, menos que cualquier otro, ser manejado. Los manipuladores de la publicidad, con el tradicional cinismo de aquellos que saben que la gente es llevada a justificar las afrentas de las cuales no se vengan, le anuncian hoy, tranquilamente que "cuando se aprecia la vida, se va al cine". Pero esta vida y este cine son ambos poca cosa; y es en esto que son indistintamente intercambiables.
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El público de cine, que tiene que pensar, ante todo, en tan toscas verdades, que tanto le conciernen y que generalmente le son tan escamoteadas, no podrá negar que un filme que, por una vez, le presta el servicio de revelarle que su mal no es tan misterioso como él cree y que tal vez no sea incurable a poco que consigamos un día la abolición de las clases y del Estado, no podrá negar, digo, que esta película no tenga, al menos en esto, un mérito. Otro, no tendrá. En efecto, este público que en todas partes quiere mostrarse conocedor y que en todo justifica lo que ha sufrido, que acepta ver como el pan que come y el aire que respira se vuelven cada día más repugnantes, lo mismo que sus alimentos y sus casas, sólo rezonga contra los cambios cuando se trata de cine al que está acostumbrado; y aparentemente es la única de sus costumbres que ha sido respetada. Quizás no haya habido nadie más que yo que lo haya ofendido en este punto. Ya que los demás, incluso modernizados hasta el punto de inspirarse, a veces, de los debates vulgarizados por la prensa, postulan la inocencia de tal público, y le muestran, según la costumbre fundamental del cine, lo que sucede lejos: distintas clases de estrellas que en su lugar han vivido y que él contemplará por el ojo de la cerradura de una familiaridad canallesca.
El cine del que estoy hablando es esta imitación insensata de una vida insensata, una representación cuyo fin es no decir nada, engañar el tedio durante una hora mediante el reflejo del mismo tedio; es esta despreciable imitación que es el engaño del presente y el falso testigo del futuro; que, mediante muchas ficciones y grandes espectáculos, no hace más que consumir inútilmente, amontonando imágenes que el tiempo arrastra. ¡Qué respeto infantil por las imágenes! Le conviene a esta plebe de vanidades, siempre entusiasta y siempre decepcionada, sin gusto pues de nada ha tenido una experiencia feliz, y de las experiencias desgraciadas nada reconoce porque no tiene ni gusto ni coraje: hasta tal punto que ninguna clase de impostura, general o particular, no ha podido colmar jamás su credulidad interesada.
¿Podrá alguien creer, después de todo lo visto por cada uno, que aún hay, entre los espectadores especializados en dar lecciones a otros, tarados capaces de sostener que una verdad anunciada en el cine algo tendrá de dogmático si no está probada con imágenes? Por otra parte, la servidumbre intelectual de la presente época llama envidiosamente "discurso del amo" a lo que describe su servidumbre; por lo que se refiere a los ridículos dogmas de sus patronos, se identifica de tal manera con ellos que ni siquiera los conoce. ¿Qué tendría que probarse con imágenes? Nada se ha probado nunca a no ser por el movimiento real que disuelve las condiciones existentes, es decir, la organización de las relaciones de producción de una época y las formas de falsa conciencia que sobre esta base han ido medrando.
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Las anécdotas representadas son las piedras con que estaba construido todo el edificio del cine. En él no se encuentran más que los viejos personajes del teatro, aunque en un escenario más espacioso y más móvil, o de novela, aunque con un vestuario y un ambiente más sensibles. Fue una sociedad, y no una ética, la que hizo que el cine sea así. Habría podido ser examen histórico, teoría, ensayo o memorias. Habría podido ser la película que estoy haciendo en este momento. He aquí, por ejemplo, una película en la que sólo digo verdades sobre imágenes, todas ellas insignificantes o falsas; una película que desprecia este polvo de imágenes de que está hecha. Nada quiero conservar del lenguaje de este arte caduco, a no ser quizá el contraplano del único mundo que ha contemplado, y un travelling sobre las ideas pasajeras de una época. Sí, me enorgullezco de hacer una película con cualquier cosa; y me encanta que de esto se lamenten aquellos que dejaron hacer de toda su vida cualquier cosa.
He merecido el odio universal de la sociedad de mi tiempo, y me hubiera enojado poseer otros méritos a los ojos de esta sociedad. Pero he observado que es en el cine donde he provocado la más perfecta indignación, y la más unánime. Hasta el punto que en el cine me han plagiado con menos frecuencia que en otros campos, por lo menos hasta ahora. Mi propia existencia en el cine sigue siendo una hipótesis generalmente refutada. Así, me veo puesto por encima de todas las leyes del género. Por eso, como decía Swift, "me causa no poca satisfacción presentar una obra absolutamente por encima de toda crítica".
Para justificar, por poco que sea, la completa ignominia de lo que esta época habrá escrito o filmado, sería necesario un día poder pretender que no ha habido literariamente nada más, y con ello, que nada más, no se sabe muy bien por qué, fue posible. !Pues bien! me basto, por el ejemplo, para negar semejante apurada excusa. Y como no hubiera tenido necesidad de dedicar gran esfuerzo y tiempo a ello, no he creído tener que renunciar a tal satisfacción.No es tan natural como hoy se querría creer, esperar de cualquiera, entre todos aquellos cuyo oficio es la palabra en las condiciones presentes, que aporte aquí o allá novedades revolucionarias. Una tal capacidad sólo puede competir, obviamente, a quien por todas partes ha encontrado la hostilidad y la persecución, y en ningún caso subsidios del Estado. E incluso con más profundidad, sea cual sea la complicidad general para hacer el silencio al respeto, se puede afirmar con certeza que ninguna contestación real se llevará a cabo por individuos que, al exhibirla, se elevan socialmente más de lo que se hubieran elevado absteniéndose. Todo lo cual no hace sino imitar el ejemplo notorio de este floreciente personal sindical y político, siempre dispuesto a prolongar por un milenio más la queja del proletariado, con el único fin de conservarle un defensor.
Por mi parte, si he podido ser tan deplorable en el cine, es porque he sido mucho más criminal fuera de él. Primeramente tuve por bueno entregarme al derrumbe de la sociedad, actuando en consecuencia. Tomé este partido cuando casi todo el mundo creía que la infamia existente, en su versión burguesa o burocrática, tenía ante sí el más bello futuro. Y desde entonces no he cambiado, como los otros, de posición una o varias veces con el paso del tiempo; son más bien los tiempos los que han cambiado según mis opiniones. Hay en esto materia para desagradar a los contemporáneos.
Así pues, en lugar de añadir una película a las miles de películas mediocres, prefiero exponer aquí por qué razón no haré tal cosa. Consiste en reemplazar las fútiles aventuras que narra el cine, por el examen de una cuestión importante: yo mismo.
Se me ha reprochado, creo que sin razón, que hago películas difíciles: para acabar voy a hacer una. A quien se irrite por no comprender todas las alusiones, o se confiese incapaz de distinguir claramente mis intenciones, sólo le responderé que debe lamentar su incultura y su esterilidad, y no mis modos; ha perdido su tiempo en la universidad, donde se ponen a la reventa pequeñas reservas de conocimientos ya podridos.
(Guy Debord, In girum imus nocte et consumimur igni, Barcelona, Ateneú Enciclopedic Popular, 1999).