No hay más que ver esos filmes (Basic Instinct, Sailor and Lula, Barton Fink, etc.) que ya no dan cabida a ninguna clase de crítica porque, en cierto modo, se destruyen a sí mismos desde adentro. Citacionales, prolijos, high-tech, cargan con el chancro del cine, con la excrecencia interna, cancerosa, de su propia técnica, de su propia escenografía, de su propia cultura cinematográfica. Da la impresión de que el director ha tenido miedo de su propio filme, de que no ha podido soportarlo (o por exceso de ambición, o por falta de imaginación). De lo contrario, nada explica semejante derroche de recursos y esfuerzos en descalificar su propio filme por exceso de virtuosismo, de efectos especiales, de clichés megalomaníacos; como si se tratara de asediar a las imágenes, de hacerlas sufrir agotando sus efectos hasta convertir el libreto con el que quizás había soñado (lo esperamos) en una parodia sarcástica, en una pornografía de imágenes. Todo parece programado para la desilusión del espectador, a quien no se le deja más constatación que la de ese exceso de cine qué pone fin a toda ilusión cinematográfica.
¿Qué decir del cine sino que, a medida que evolucionaba, a medida que progresaba técnicamente, del filme mudo al sonoro, al color, a la alta tecnicidad de los efectos especiales, la ilusión —en el sentido fuerte del término— se iba retirando de él? La ilusión se marchó en proporción a esa tecnicidad, a esa eficiencia cinematográfica. El cine actual ya no conoce ni la alusión ni la ilusión: lo conecta todo de un modo hipertécnico, hipereficaz, hipervisible. No hay blanco, no hay vacío, no hay elipsis, no hay silencio; como no los hay en la televisión, con la cual el cine se confunde de una manera creciente a medida que sus imágenes pierden especificidad; vamos cada vez más hacia la alta definición, es decir, hacia la perfección inútil de la imagen. Que entonces ya no es una imagen, a fuerza de producirse en tiempo real. Cuanto más nos cercamos a la definición absoluta, a la perfección realista de la imagen, más se pierde su potencia de ilusión.
Baste pensar en la Ópera de Pekín, de qué modo, con el simple movimiento dual de dos cuerpos sobre una barca, se podía representar y dar vida al río en toda su extensión; de qué modo dos cuerpos rozándose, evitándose, moviéndose muy junto al otro pero sin tocarse, en una copulación invisible, podían representar en el escenario la presencia física de la oscuridad en que se libraba ese combate. Allí, la ilusión era total e intensa, éxtasis físico más que estético, justamente porque se había removido cualquier presencia realista de la noche y del río, y porque sólo los cuerpos se hacían cargo de la ilusión natural. Hoy se traerían a la escena toneladas de agua, se filmaría el duelo en infrarrojo, etc. Miseria de la imagen superdotada, como la Guerra del Golfo en la CNN. Pornografía de la imagen en tres o cuatro dimensiones, de la música en tres o cuatro o cuarenta y ocho pistas, y más: siempre que se recarga lo real, siempre que se agrega lo real a lo real con miras a una ilusión perfecta (la de la semejanza, la del estereotipo realista), se da muerte a la ilusión en profundidad. El porno, al agregar una dimensión a la imagen del sexo, le quita una a la dimensión del deseo y descalifica cualquier ilusión seductora. El apogeo de esta des-imaginación de la imagen, de estos esfuerzos inauditos por hacer que una imagen deje de ser una imagen, es la imagen de síntesis, la imagen numérica, la realidad virtual.
Una imagen es justamente una abstracción del mundo en dos dimensiones, es lo que quita una dimensión al mundo real e inaugura, de ese modo, la potencia de la ilusión. La virtualidad, en cambio, al hacernos entrar en la imagen, al recrear una imagen realista en tres dimensiones (agregando incluso una especie de cuarta dimensión a lo real para volverlo hiperreal), destruye esa ilusión (el equivalente de esta operación en el tiempo es el «tiempo real», por el cual el anillo del tiempo se cierra sobre sí mismo en la instantaneidad, derogando así toda ilusión, tanto del pasado como del futuro). La virtualidad tiende a la ilusión perfecta. Pero no se trata en absoluto de la misma ilusión creadora propia de la imagen (como también del signo, del concepto, etc.). Se trata de una ilusión «recreadora», realista, mimética, hologramática, que pone fin al juego de la ilusión mediante la perfección de la reproducción, de la reedición virtual de lo real. Su única meta es la prostitución, el exterminio de lo real por su doble. Opuestamente, el trompe-l'oeil, al quitar una dimensión a los objetos reales, vuelve mágica su presencia y se reencuentra con el sueño, con la irrealidad total en su minuciosa exactitud. El trompe-l'oeil es el éxtasis del objeto real en su forma inmanente, es lo que agrega al encanto formal de la pintura el encanto espiritual del señuelo, de la mistificación de los sentidos. Porque lo sublime no alcanza: también se necesita lo sutil, la sutileza consistente en desviar lo real tomándolo a la letra. Esto es lo que hemos desaprendido de la modernidad: que la fuerza viene de la sustración, que de la ausencia nace la potencia. No paramos de acumular, de adicionar, de doblar la apuesta. Y por no ser ya capaces de afrontar el dominio simbólico de la ausencia, nos sumergimos hoy en la ilusión contraria, ilusión desencantada de la profusión, ilusión moderna de pantallas e imágenes que proliferan.
Jean Baudrillard, El complot del arte, 1997